Todo
fue extraño, me costaba asimilarlo. Era muy extraño tener sentimientos por una
persona, era alguien que había traspasado mi armadura echa por hielo, dolor,
rabia y furia contenida y había llegado a mi corazón. Y no sólo para estar
efímeramente sino que se adjudicó un sitio en mi corazón de fuego e invadió la
mayoría de éste haciéndolo completamente suyo.
Pero
como todo principio, fue muy difícil mantenerla allí. Solía fallar en lo que no
debía, solía fallarle a ella, a todo lo que necesitaba para ser feliz. Todo por
mi estúpido orgullo y por mi inútil ego.
La
esperé, mucho tiempo. ¿Quién sabe si fueron minutos, horas o días? Lo
importante es que la esperé en su portal, dispuesto a declararle todo lo que
sentía, dispuesto a hacer todo lo que pudiese hacer para hacerla feliz y para
robarle, al menos, un beso de sus labios.
Pero
no apareció, la noche se tornó junto a mí y la luna me susurró que ella no
vendría que no era para mí, que perdía el tiempo allí y que lo mejor sería
marcharse y así hice. Aquella noche, y las siguientes a ésta, me dormí con
lágrimas en los ojos, recordando cada instante perdido junto a ella, cada te
quiero sincero que pude decirle y no le dije, cada sonrisa suya que hacía
encender mi corazón, cada letra de nuestra canción… Y la hice mía, a la
canción, no paraba de escucharla, día y noche, así tenía un pedacito de ella junto
a mí.
Cada
noche intentaba olvidarla, pero siempre que empezaba a hacerlo había un
recuerdo que me hacía a la vez muy feliz y muy desafortunado: sus labios, a
escasos centímetros de los míos. Y ese recuerdo se estancó en mi memoria
diciéndome, antes de comenzar a olvidarla, “Por favor, mantén este recuerdo.
Sólo éste.” Le
hacía caso. Y me autodestruía.
Y hubiese espera mil horas más en el portal si tu luna no me hubiese obligado a marcharme.
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